por Roberto Retamal Pacheco

   El pasado fin de semana, en materia de fútbol, todos fuimos evertonianos.

   Lo fuimos por cariño, convicción o por interesada conveniencia.

   Desde Playa Ancha hasta Concón , hubo un solo aliento. Desde aquí estuvimos hinchando por el «Ever for Ever» que se nos mostraba desde Conce, desafiante, osado y con el respaldo de una hinchada con varios  miles de contertulios que hizo enmudecer a la parcialidad local.

   Y tras una vibrante expedición, los viñamarinos vienen con su anhelado diploma: El ascenso a la Primera A y nosotros, todos contentos.

   Fue una jornada linda que -como saldo- nos trae de retorno aquel ya legendario «clásico porteño».

   Así nomás es, amigo mío. Tendremos otra vez a los representantes de ambos clubes con toda su voluntad, disposición y coraje para continuar con la disputa del clásicio porteño, ahorrandoles de paso un viaje más alejado cuando se venga la fecha.

   Los partidos entre Wanderers y Everton forman parte de la historia del fútbol chileno. Son muchas jornadas que se extienden en el tiempo y que nos hablan de la acentuada rivalidad deportiva de ambos clubes. Esta rivalidad incluye recordadas gestas en las que cada uno de ellos tuvo el alto honor de mandar a la tumba a su oponente, vale decir: «a  los potreros»

  Sin embargo, tras esa rivalidad trasciende una simpatía oculta que es similar a lo que pasa entre Valparaíso y Viña: el porteño ama sus playas y el viñamarino está orgulloso de su puerto. Ambos clubes son nuestros y representan el regionalismo deportivo.

   No es rara entonces esa explosión de alegría en toda la zona, y ciertamente de la familia verde, que siente que se renueva la oportunidad de felpear al vecino. Claro que no cuentan con que los Oro y Cielo se ilusionan exactamente con lo mismo. Partidos de infarto, ¿no le parece?

   Nos estamos viendo