Por: Sigrid Boye

Se trata de actitudes tan malsanas, que pueden y suelen cambiar radicalmente las vidas de quienes las sufren, muchas veces en silencio.  Para Catalina L.T., la estadía en un colegio particular, de orientación católica, se volvió una increíble y cotidiana pesadilla. Por su carácter tímido y su pasividad, resultó ser el blanco perfecto para un grupo de compañeras que se divertían acosándola, hasta el extremo de organizar un concurso para poder elegirla la niña más fea de la clase. La madre de Catalina cortó por lo sano y la cambió de colegio, pero según comenta, su hija, hoy de once años, todavía recibe mensajes groseros a través de Twitter y Facebook.

 

Casos como ese, y aún peores, se dan todos los días en la educación básica y media, y lo que resulta sintomático es que se producen a nivel internacional, tanto en países del Primer Mundo como en los que se hallan en vías de desarrollo.  Chile no es la excepción. Su sistema educacional aún adolece de grandes desigualdades que constituyen el caldo de cultivo de este fenómeno social que  el psicólogo noruego Dan Olweus denominó “bullying” y el cual fue traducido como “matonismo” o “matonaje”.

 

Recurrente y progresivo.-

 

Si bien el síndrome ha acompañado a varias generaciones, lo nuevo es el nivel de violencia que ha alcanzado y el ingenio que demuestran los agresores para torturar a sus compañeros más indefensos. ¿Qué los hace tan vulnerables? Puede ser algún defecto o rasgo físico, o una personalidad de naturaleza sumisa, pero también puede ocurrir que las víctimas provoquen la envidia o los celos de sus acosadores.

 

Todo lo que se sabe y se ha hecho en Chile sobre el tema desde una perspectiva formal, parte del año 2003 con la encuesta CONACE, que por primera vez incluyó diez preguntas para evaluar conductas agresivas y victimización entre escolares de octavo básico hasta cuarto medio, en todo el país. Los resultados permitieron cuantificar el fenómeno y determinar que el 24% de los alumnos actuaban como acosadores en algún tipo de violencia, ya sea física o psicológica, por lo menos una vez al año.  En la contrapartida, un 8% del total de estudiantes manifestaron ser víctimas constantes de agresión.

 

Lamentablemente  la tasa de incidencia del bullying  aumentó de manera sustancial entre 2004 y  2011, año en el cual hubo cierta preocupación por parte de las autoridades de turno luego de que la Encuesta Nacional de Violencia en el Ámbito Escolar revelara que el porcentaje de estudiantes agredidos al interior de sus establecimientos educacionales ascendía a un 23,3%.

 

Los horrores del bullying-

 

En mayo de 2011, el subsecretario del Colegio de Profesores, Mario Aguilar, cuestionó las medidas implementadas por el ministerio de Educación para enfrentar el matonismo escolar, que por entonces era un foco relevante de la atención mediática. Según expresó Aguilar, dichas políticas pecaban de confusas y poco científicas porque no consideraban, entre otros factores,  las endémicas diferencias entre la educación pública y la privada, y la estigmatización que provoca este profundo desnivel social.

En noviembre de ese mismo año, una terrible tragedia sacudió al país y aceleró el proceso de aprobación de la Ley 20.536, que trata el tema de la violencia en los colegios, especialmente entre estudiantes, y fija las pautas de una convivencia escolar más protegida.

 

Para Pamela Pizarro, sin embargo, fue demasiado tarde. Su caso marcó un hito importante en el historial del matonismo chileno debido a que expuso ante la opinión pública lo peligrosa que puede resultar la indiferencia del personal docente y administrativo de los colegios.

 

Agredida sistemáticamente durante dos años,  Pamela culminó su vía crucis con un último acto de crueldad por parte del grupo de alumnas que la torturaba; fue golpeada en presencia de una profesora, cayó al suelo, donde permaneció llorando, tal vez en espera de que el único adulto presente la rescatara y la reivindicara.  Ello no ocurrió y el 23 de noviembre de 2011, puso fin a sus sufrimientos, ahorcándose.

 

Los entretelones del drama revelaron que el plantel donde estudiaba la víctima, el Colegio Javiera Carrera, de Iquique, nunca dio cuenta de esas agresiones recurrentes a las autoridades locales ni al Consejo de Profesores.  Pamela fue etiquetada como “una niña muy delicadita, buena para llorar”, y el caso se cerró ya que las cuatro matonas, menores de edad, eran inimputables.

 

La Ley N° 20.536.-

 

Expresa que “se entiende por acoso escolar, todo acto de agresión u hostigamiento realizado por estudiantes en contra de otro estudiante, valiéndose de una situación de superioridad o de indefensión de la víctima, que le provoque maltrato, humillación, o temor fundado de verse expuesta a un mal de carácter grave”, y especifica que estos actos agresivos pueden ser cometidos por un solo estudiante o por un grupo, y pueden ocurrir tanto dentro como fuera del establecimiento educacional.

 

La nueva ley exige que todos los planteles de enseñanza básica y media cuenten con un Consejo Escolar, o en su defecto, con un Comité de Buena Convivencia; obliga además, a ejercer un rol sancionador en los casos de violencia reiterada y faculta a los establecimientos para cancelar matrículas y tomar otras medidas disciplinarias que ameriten su aplicación según el procedimiento legal.

 

La multa para los establecimientos que ignoren las denuncias de las familias afectadas fue fijada en 50 UTM (unos dos millones de pesos). También es posible recurrir a los tribunales ordinarios para obtener una indemnización favorable cuando se haya comprobado que hubo un delito criminal. El monto máximo, veinte millones de pesos, lo obtuvo una escolar de un colegio de la comuna de Maipú, por cuatro años de acoso por parte de sus pares, que terminaron en una bulimia severa y en un intento de suicidio.

 

Cabe preguntar a los legisladores, ¿por qué esperaron tanto? Para muchos niños mártires, la Ley 20.536 resultó ser una solución póstuma.